Era de noche cuando yo me ponía delante de aquella máquina de escribir, vieja y antigua. Comenzaba unas líneas y entonces ella aparecía. Como un ángel sin alas. Se elevaba y atravesaba el gran ventanal, que yo solía dejar abierto. Era como un fantasma, una vaga ilusión. Se balanceaba en el aire, poderosa, imponente.
Apoyaba delicadamente la punta de los pies y grácil, con pasos ligeros, se acercaba a mí. Bailaba sin música. Algunas veces daba vueltas, saltaba, oía su traviesa risa y dejaba caer suavemente sus manos sobre mis hombros.
Se movía con facilidad, como si acompañara al viento. Me susurraba al oído y yo me estremecía. Mis manos se movían ágiles y era cuando realmente comenzaba a escribir. Era fría y blanquecina, pero no dejaba de ser mi imaginación. Era una musa, una diosa vestida de blanco, mi inspiración.
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