Stories without end.

Cuando la encontré no había cumplido aún dieciséis años. Asustada y acurrucada en un rincón de la barca que había varado en la playa, con pequeñas algas azuladas en sus cabellos y cada poro de su piel exhalando un aroma a sal marina. No tenía nombre ni lugar de procedencia, o al menos ella no lo sabía, y asustada como estaba por qué jamás había visto persona o tierra alguna y todo lo que ella conocía era el resplandeciente mar. La rodeaban un puñado de libros, de tapas húmedas y desgastadas, y que ella aferraba como un pequeño tesoro contra su pecho, creyendo quizás que pudiese arrebatárselos.

Y cuando al fin quiso salir de la barca y sus desnudos pies tocaron la arena, se quedó mirándola fijamente sin reaccionar de modo alguno. Se sentó entonces y acarició despacio la arena, con cuidado, como si el solo roce de los dedos pudiese quemarle. Una brillante lágrima se deslizó lentamente por su mejilla. Pero cuando levantó la mirada hacia mí, no parecía triste. Entonces comenzó una retahíla de preguntas. Si Ulises volvía por fin a Ítaca, si la Bella Durmiente despertaba, si Peter Pan vencía al Capitán y Wendy y sus hermanos regresaban o si Phileas Fogg lograba dar la vuelta al mundo en ochenta días. Estaba tan sorprendido que me llevó tiempo entender que se refería a los libros de la barca, aquellos que eran la única compañía que había tenido y que con algo de tristeza comprendí, no tenían final.