Carpe diem.

Ella movía sus ojos de un lado a otro por las páginas del libro, que tenía apoyado sobre sus piernas. Siempre había sido una chica peculiar, con sus cabellos como llamas escarlatas flotando sobre su cabeza y un alma infantil, ingenua, que le hacía parecer una niña buena.

-Ojalá fuera como ellos –susurró. Él estaba sentado a su lado, contemplando cómo el sol se escondía tras el horizonte de París. No tenía necesidad de preguntarlo, porque ya suponía de qué hablaba, pero aún así lo hizo.

-¿Te refieres a los personajes de tus libros?

La joven asintió. Cerró el libro y contempló la puesta de sol. La pequeña franja de luz aún latente los iluminaba sentados sobre la azotea, con las piernas balanceándose en el aire.

-¿Por qué no puedo ser como ellos?

Poco a poco el sol desapareció, recordando a Ella lo fugaz que era el tiempo. Lo rápido que pasaban los minutos, las horas, los días. Lo frágiles que eran nuestras vidas. Y lo desapercibidas que transcurrían para los demás; un insignificante punto en un gigantesco y sanguinario mundo (que al final desaparecerá, como todo).

-¿Inexistente? 

-Inmortal.

Ella es una de esas chicas que están locas, con muchos pajaritos danzando en su cabeza. Una niña dentro de un cuerpo adolescente, una parisina dentro de un mundo de almas neoyorkinas.