A mí es que esa camarera me volvía loco. Trabajaba en un
cutre local de Nueva York, pero aún así tenía algo de clientela. La primera vez
que la vi era nuevo en la ciudad, acababa de llegar de la estación y entré en
aquel lugar infestado de ratas con las maletas a cuestas. Ella apareció tras la
puerta de la cocina, con los cabellos plateados recogidos en una coleta,
caminando pícara, deslizándose gatuna entre las mesas. Pasó junto a mí,
desprendiendo notas de rock and roll y sabor a cafeína.
Atendía a los clientes con palabras descaradas mientras yo la seguía con la
mirada. Normal que al final alguno saltara. En pocos segundos empezaron los
gritos con un cliente y todos nos giramos para observar la escena, algunos
asustados, otros divertidos. El pobre hombre acabó bañado en café, mientras la
chica se marchaba toda orgullosa. Tenía muy mal carácter. Malísimo. Y los
gritos continuaron en la cocina, su jefe echándole la bronca, ella marchándose
con un portazo. Cuando terminé el café y salí, la encontré sentada en la acera,
fumando y mirando de un lado para otro, como esperando que alguien viniera a
rescatarla. Pero sin duda no necesitaba un rescatador. De todas formas me
acerqué y le pregunté: “¿Puedo ayudarte en algo?” Ella desvió su mirada
hacia mí, el sol dañándole los ojos caoba. “¿Tienes un trabajo? Busco
empleo”
Supongo que ahí empezó todo.
La invité a tomar algo y me contó la historia de su vida.
Quería ser actriz. Pensarán: todas las malditas chicas de Nueva York quieren
ser actrices. Puede ser. Se había marchado de casa a los quince años porque al
parecer su padrastro tenía la mano demasiado larga y su madre era demasiado
ingenua, o demasiado sumisa para hacer nada. La historia de su vida solo fue el
precedente de más historias; unas concebidas jugando al póker, que estuvieron
basadas en apuestas absurdas y fueron contadas bajo las sábanas. Fue un único y
frío mes de diciembre el que pasé con ella, hace ya mucho, mucho tiempo. Y
aunque su irónica sonrisa borraba todos mis días grises, siempre llega el momento
de irse. Había vuelto a trabajar en ese local repugnante y yo regresé, con las
maletas, como al principio de nuestra historia, pero para despedirme. No
esperaba ninguna lágrima ni un teecharédemenos. Diciembre me había
enseñado que ella era así; nunca mostraba dolor, nunca nada le importaba
demasiado, y por ello sabía que me olvidaría nada más cruzara la puerta. Le
expliqué que me iba para siempre de la ciudad, ella me dijo adiós. Cuando
estuve a punto de salir, me llamó, irguió el cuchillo que sujetaba y se lo
llevó a la cabeza en señal de despedida. Esbozó una gran sonrisa pícara y yo me
largué, con su recuerdo rondando mi cabeza y con diciembre aún
corriendo por mis venas.
Nueva York y chicas que quieren ser actrices.
ResponderEliminarTú consigues que lo habitual y manoseado resulte nuevo. Me encanta la chica y la imagen que hace referencia a ella. Pero me gusta mucho más el final. No deja un regusto amargo, sino que te empapa de esa ironía y esa gracia personal.
Se me ha hecho muy ameno y dulce (aunque de dulce tenga poco). Te superas día tras día (y cada día me encantas más).
¡Un beso!
No sé que decir, K. me ha robado las palabras de la boca.
ResponderEliminarEste texto es alucinante, ¡vaya que sí!
ResponderEliminarYo creo que Nueva York es donde los sueños se hacen realidad, y por eso todas las chicas van allí para convertirse en actrices.
ResponderEliminarDiciembre es un gran mes, tanto para la felicidad como àra la tristeza.
Me gustan esta clase de textos; los que te enganchan del principio al final.
Besos,
Bonnie.
Porque a Nueva York no se le puede pedir nada más.
ResponderEliminar(y nada más se puede pedir de ti, porque estas maravillosas letras tuyas son amor;)
*mimitos,
desde Nunca Jamás*